Aprovechaste el encubrimiento que
ofrece el anonimato, te inventaste un nombre y se te dio la ventolera de
concursar en cuanta convocatoria se atravesara por delante. Creías que
escribiendo desaforadamente, liberabas el nudo que desde hacía algún tiempo se
te atascaba en la mente. Podrías descargar tus pensamientos y luchar contra el
sentimiento de soledad que balanceas siempre sentado en una mecedora junto a la
ventana que mira para la calle. Los lentes de carey colgados de la nariz y esa
maldita pijama raída de rayas azules, que tanto detesto. A un lado, una mesa de
madera, un bombillo que pende de un cable que viene desde el cielo raso, una
pila de papeles, libros, diccionarios. En la esquina de la habitación, una
cesta de mimbre para tirar toda la basura que escribes en las páginas que, de
cierta forma, te liberan del silencio. Conozco tus intentos de ser un escritor
pero, ¿cómo podrías serlo si nunca has sido capaz de suscitar emociones en los
otros? Ni siquiera en mí, que he pasado tanto tiempo a tu lado y nunca me dices
nada. Siempre agazapado, silencioso, indiferente. Mirándome de una manera
extraña, recelosa, con ese ojo de vidrio en donde yo me reflejo como si
estuviese delante de un espejo. Si no consigues salir de ese mundo claroscuro
que llevas por dentro, jamás podrás desenmascarar todas las tinieblas que te
abruman para que pueda resplandecer la luz que tienes escondida y poder
comulgar con tus lectores.
Sé que un buen día decidiste quedarte
callado. Me gritaste que estabas cansado de hablar porque parecía que las
palabras se las tragaba el viento, que era mejor escribir porque las palabras
duraban más. Me quedé sorprendida de esta rara conclusión. Tú no eres muy dado a andar filosofando como esos
pensadores de la antigüedad que se la pasaban dando vueltas en las calles
rodeados de discípulos y desentrañando los misterios de la existencia. Hasta
razón tenías, pensé para mis adentros, porque el papel lo podías guardar por
ahí, sin preocuparte si se convertiría en comida para las polillas, en compost,
en abono, en algo. Con esta actitud, me libraba de tu mezquino universo
masculino donde nunca tuve cabida. Ese día, yo sentí un dolor tan grande que
decidí volverme una extraña y hacerme invisible para ti, aun estando dentro de
mi propia casa. Clausuré todas las puertas y ventanas: me dediqué a deambular
por los laberintos de lo que fue nuestro lugar. El sol se apagó, las
salamanquesas grises se volvieron blancas porque no recibían la luminosidad del
sol, se me descolgaron los párpados y se me resecaron los labios.
Me olvidé de barrer y de sacudir. El
polvo se acumuló por todos los rincones de la casa formando una costra gris que
se pegaba al piso donde se adherían las huellas de nuestras pisadas. A ti la
escritura te desahogaba y la tomabas como un buen ejercicio liberador. A mí,
solo por el inmenso amor que te tenía, a pesar del dolor y la tristeza que
sentía al verte solo y aislado, escribiendo en secreto, de forma privada, casi
clandestina, me dio las fuerzas para soportar tanta soledad. Por la rendija de
la puerta te observaba cómo, sin descansar, escribías a mano, hojas tras hojas,
luego las releías, las tirabas en la cesta de mimbre y te reías a carcajadas:
estas se apoderaban del silencio de la habitación y cabalgaban por el aire
hasta llegar a mis oídos para carcomerme por dentro. ¡Ya no soportaba ese
silencio! ¿Por qué tú siempre buscabas mañas para darme donde siempre más me
dolía? ¡La indiferencia!
Me mudé a la habitación contigua para huir de la frustración y me enfrasqué en la lectura para intentar sobrevivir. Me desdoblé viajando a través de las historias que los libros me ofrecían. Intenté dejar atrás una relación que solo existió en mi imaginación, aunque a ti, te siguiera teniendo a mi lado en carne y hueso. Pese a la ausencia, siempre me persigue un reguero de nostalgias tortuosas y desasosegantes que me torturan, porque jamás pude entrar en el esquivo reino donde el corazón se desboca y la flor púrpura abre sus pétalos para recibir el placer que te hace vagar como alma en pena.
Me mudé a la habitación contigua para huir de la frustración y me enfrasqué en la lectura para intentar sobrevivir. Me desdoblé viajando a través de las historias que los libros me ofrecían. Intenté dejar atrás una relación que solo existió en mi imaginación, aunque a ti, te siguiera teniendo a mi lado en carne y hueso. Pese a la ausencia, siempre me persigue un reguero de nostalgias tortuosas y desasosegantes que me torturan, porque jamás pude entrar en el esquivo reino donde el corazón se desboca y la flor púrpura abre sus pétalos para recibir el placer que te hace vagar como alma en pena.
Es viernes en la madrugada y como siempre, una vez que apago la
lámpara de noche para dormir, aparecen las mismas imágenes eróticas flotando en
la oscuridad de la habitación y nublando mi mente. ¿Por qué estas imágenes
recurrentes de todos los viernes por la anoche, si precisamente fuiste tú quien
me hundió en largos períodos de sequía sexual? ¿Cuáles son los motivos para que
siempre estés en mi pensamiento, si estamos separados? ¿Por qué no he podido
romper el círculo que nos unió? ¿Es acaso inmortal lo que siento por ti? ¿Es
que acaso debo dejarme de carajadas y eufemismos y reconocer que te añoro
todavía? ¿Por qué este vacío tan abismal?
Está amaneciendo, no me ha agarrado
todavía el sueño y no he llegado a ninguna conclusión. Confío en que algún día
todo será diferente. Mañana, todo
volverá a ser como siempre ha sido.
* Netty Del Valle, Cartagena
de Indias/Colombia. Escritora. Coautora de “Apagué la luz”, “La Fiambrera”, “Perlas
en la Charca” edición 1° y 2°, “Diez voces en un libro”. Finalista en mayo
2017 con el relato corto “Del escape
hacia los tintos” en el II Concurso-taller de Historias de la calle de
Fuentetaja-España.
Excelente”””"
ResponderEliminarAsí es Graciela. Muy buen cuento!
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